La destreza al futbolín daba caché en la calle. Los que marcaban goles con la defensa asumían rol de tipos duros. Los que dominaban la línea central, solían ser gregarios perfectos, y los letales arriba, los que aguantaban la bola y giraban la muñeca a la velocidad de la luz para engañar al portero, tenían estrella. No creo que Uri Geller pudiera haber hecho doblarse jugadores de futbolín como se podía ver en los salones de juego de Murcia a finales de los ochenta. Un gol de esos, de genio de futbolín, era lo más parecido a sacar matrícula de honor en el recreo. Lo que aprendes las primeras veces es lo que nunca se olvida. El punto máximo se alcanza, yo creo, a los doce años. Al futbolín se mantienen los vicios ya para siempre. Muchos son los que han ido a casa de algún pijico que tenía futbolín en su garaje, ya carlanco, y le han seguido ganando, fácil.
Al final del Cavas, el pub más transitado en los años universitarios pamplonicas, también se montaban timbas interesantes al futbolín. Allí jugaban de otra forma, como al mus, discusiones de lo que es cambio y no lo es aparte. Al contrario que pasa en los campos de fútbol, en la madera y los giros de muñeca, dominaba la alegría del Sur, porque jugar en pareja también conllevaba un metalenguaje activo que daría para una tesis de comunicación. Medio partido se ganaba con el gesto al sacar, al darle un tiento al quinto, una calada al pitillo, al celebrar los goles o al mirar a los contrarios. Me ha gustado, claro, la aportación de Juan José Campanella al mundo Futbolín. Pero lo que más, son las ganas que me han entrado de volver a un recreo de 20 minutos con una final al futbolín por delante. ¿Cuáles eran tus futbolines? Vale.
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